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La fría mañana del 25 de octubre de 1415 en Agincourt

 

Las lluvias torrenciales que cayeron durante toda la noche en la ciudad de Agincourt dejaron un frío y húmedo amanecer el 25 de octubre de 1415.

Enrique V, rey de Inglaterra, esperaba ansioso el momento de enfrentarse a sus enemigos franceses. Sus tropas (alrededor de unos 7.000 hombres), cansadas, mal alimentadas y enfermas de disentería, habían conseguido llegar hasta la población de Agincourt donde se habían encontrado con un magnífico ejército francés que les superaba muy ampliamente en número. La noche había sido muy larga, y ni el rey ni los hombres de armas ingleses habían dormido. 

Por el contrario, los franceses pasaron toda la velada festejando con alegría su futura victoria sobre sus enemigos. Estaban absolutamente convencidos que su gran superioridad numérica sería suficiente para alzarse con el triunfo. 

En el bando inglés la situación era distinta. Sin celebraciones y festejos, los hombres pasaron la noche en guardia atentos a cualquier posible ataque sorpresa por parte de los franceses. Este fue el deseo de Enrique que sabía muy bien que las tropas tenían que tener disciplina y estar concentradas para la batalla. Aunque desmotivados por el cansancio y el hambre, los ingleses confiaban ciegamente en su rey. Enrique V estaba absolutamente convencido de que la legitimidad de sus reclamaciones a la corona de Francia le darían la victoria, Dios estaba con ellos.

Tan pronto como salió el sol, los franceses formaron en fila y ocuparon las posiciones que se les había asignado. Había tal cantidad de soldados que su visión era aterradora para los ingleses. Estaban literalmente apiñados y casi sin espacio para maniobrar. Solo la vanguardia del ejército francés superaba en número a todo el ejército inglés. 

A pesar de lo que pueda creerse, los franceses habían planeado la batalla con bastante anticipación. El plan original estaba basado en la tradicional formación en tres divisiones cada una de ellas dirigida por los mejores hombres del ejército, aunque posteriormente se produjeron varias modificaciones. Si bien no está claro cuál fue el plan definitivo que los franceses adoptaron, si podemos afirmar que habría una vanguardia formada por hombres de armas a pie y un contingente de caballería con la tarea específica de arrollar a los arqueros ingleses en los momentos iniciales de la batalla.

Sin embargo, para desgracia del pueblo de Francia, aunque Luis de Guyena disfrutaba de una excelente salud mental, no era precisamente el líder en el que el ejército francés pudiera apoyarse (como sí lo era Enrique V para los ingleses). Según una descripción de la época, Luis tenía un rostro agradable y era alto de estatura, pero de grueso cuerpo, pesado y nada ágil. De carácter indolente, no era muy dado a las armas y el deporte. Le encantaba lucir joyas y ricos vestidos y era bastante antipático con el resto de señores y nada afable incluso con su familia. No toleraba ninguna crítica a pesar de dedicarse el día entero a comer y dormir. Era por tanto, la antítesis de Enrique V y no es de extrañar que los propios príncipes de la sangre no le quisieran en el campo de batalla. Sin embargo, esta no era la única razón que podría haber explicado la ausencia del Delfín. Otra sería el deseo de los duques franceses de proteger a su heredero máxime cuando el propio rey tenía sus facultades mentales mermadas. Está claro que los ejércitos luchan mejor y con mas valentía cuando su rey está al frente dispuesto a vivir y morir con ellos, pero si es asesinado o cae prisionero durante la contienda, esto puede ser muy perjudicial para el país.

Pero había además otra razón que a mi entender, sería la decisiva para la ausencia del Delfín en la batalla. Recordemos que Francia estaba sumida en una guerra civil que enfrentaba a los partidarios del duque de Orleans (los armagnacs) y a los borgoñones de Juan sin Miedo, por el control del poder real. En esos momentos, el rey Carlos VI y el Delfín estaban en poder de los armagnacs y de ninguna manera tenían intención de exponerlos en la batalla para que pudieran ser capturados por los ingleses y entregados a sus aliados los borgoñones, pues a estas alturas de la película, ya nadie creía en la lealtad del duque de Borgoña. Estaba claro que era aliado de los ingleses y que no acudiría a la batalla a las órdenes de los capitanes armagnacs pero… ¿acudiría como aliado de los ingleses contra su propio rey?. Ante esta perspectiva, tanto Carlos VI como Luis de Guyena se quedaron en Ruan bajo la protección del duque de Berry y del duque de Anjou.

Gracias a los documentos administrativos ingleses que han sobrevivido hasta hoy, podemos afirmar que el ejército inglés rondaba los 6.000-7.000 hombres. En el caso de los franceses, la falta de documentos impiden dar una cifra con certeza. Se han barajado datos que van de los 60.000 a los 150.000 pero no se puede afirmar nada con seguridad. Lo que si que sabemos es la larga lista de nobles que formaban en el bando francés (todos ellos hambrientos de fama y de protagonismo): Cuatro duques reales, Orleans, Alecon, Borbón y Bar (el duque de Brabante llegaría a la mañana siguiente), los condes de Vendome, Eu, Richemont, Nevers, Vaudéamont, Blammont, Salm, Granpé, Rossy, Dammartin, Marle y Fauquembergue así como innumerables señores y los grandes militares: De Albret y Boucicaut. El problema de la presencia de tantos nobles no era en si mismo su número, si no sus deseos de figurar todos en primera línea con la finalidad de saciar su afán de protagonismo y gloria. Esto dio lugar a tensiones personales entre ellos que se tradujeron en riñas políticas y territoriales. Ninguno quería ceder, y la ausencia clara de un jefe supremo que decidiera en esas cuestiones provocó una situación de gran indisciplina y confusión en el plan de batalla. Tras largas disputas, se llegó a la peor conclusión posible; justa para todos los nobles, pero nefasta como estrategia de batalla: todos estarían ocupando puestos en la primera línea. El problema era que el campo de batalla de Agincourt no era el adecuado para albergar a tal cantidad de nobles franceses. Los hombres de armas no cabían en él y por tanto, los nobles decidieron prescindir del servicio de los plebeyos que eran en su mayoría arqueros. Si se hubieran incluido más arqueros en la formación y si los que tenían se hubiesen colocado en posiciones más ventajosas, probablemente el resultado de la batalla habría sido distinto al que fue. 

 

Enrique V llevaba ya bastante tiempo preparado. Lucía una brillante armadura con una sobrevesta que mostraba las armas de Inglaterra y Francia. Lo primero que hizo fue cumplir con Dios y acto seguido, se dirigió al campo de batalla. Se puso su yelmo real que tenía una corona de oro con joyas incrustadas y que estaba además adornado con una flor de lis en la parte superior, haciendo clara alusión a su reclamación de la corona de Francia. Todo esto hacía de él una figura claramente reconocida en el campo de batalla tanto para sus hombres como para sus enemigos. Su sola presencia infundía confianza en sus tropas que pelearían mejor sabiendo que su rey estaba con ellos. Enrique formó a sus tropas tal y como había planeado la noche anterior. Sus tres divisiones estarían formando una al lado de la otra mostrando un frente amplio y estrecho. Todos los ingleses (incluido el rey) lucharían a pie. Los caballos, bártulos y todo lo que pudiera escobar sería retirado. Sólo quedaron los cuatro estandartes de enrique: sus armas personales, las de San Jorge, las de Eduardo el Confesor y las de la Trinidad, y alguno más perteneciente a los caballeros más nobles.

Los arqueros habían sido situados en los flancos y como medida defensiva, habían clavado en el suelo delante de ellos, largas estacas afiladas que luego demostrarían ser muy eficaces.

Enrique cabalgó entre sus tropas animando a todos sus hombres y recordándoles la legitimidad de sus reclamaciones y que Dios estaba de su parte. Todo estaba listo, pero Enrique como buen caballero, intentó por última vez evitar la batalla. Mandó a sus heraldos a parlamentar con los franceses. No sabemos con exactitud lo que ambos bandos hablaron pero lo que está claro es que no hubo acuerdo, habría batalla.

Así estaban las cosas. Los dos ejércitos permanecían formados y preparados para la lucha pero ninguno daba el primer paso. Según los tratados militares de esa época, “los que marchan pierden y los que se quedan quietos ganan”, así que ninguno de los dos quería dar el primer paso.

Pasaron las horas y la situación se ponía cada vez más tensa. La visión del campo de batalla con los dos bandos formados era espeluznante. De un lado miles y miles de franceses con brillantes armaduras y repletos de estandartes con vistosos colores permanecían inmóviles y apiñados sin poder casi moverse. Sólo había movimiento en la retaguardia dónde los caballos se impacientaban y los mozos trataban de mantenerlos tranquilos. Bien alimentados y rebosantes de confianza esperaban el momento en que los ingleses les atacasen.

Del otro lado los ingleses. Las tropas inglesas estaban asustadas y aterradas ante la visión del ejército francés. Su única opción era rezar y esperar que un milagro los salvara, aunque estaban dispuestos a vender muy cara su derrota. 

Debido a que la mayoría estaban enfermos de disentería, muchos tuvieron que recortar sus pantalones ante los estragos que padecían. Pero no todos tuvieron esa oportunidad, los hombres de armas no pudieron deshacerse de su armadura por lo que el hedor en el campo de batalla debía ser insoportable.

Después de varias horas, Enrique se dio cuenta de que los franceses no  iban a hacer el primer movimiento. No tenían necesidad de ello pues  eran los que estaban descansados y con la moral alta. No tenían por tanto ninguna prisa para atacar, el tiempo jugaba a su favor. Consciente de que cuanto más tiempo esperasen peor iba a ser para ellos, Enrique decidió que debía ir en contra de los manuales de guerra tradicionales y romper la norma. Así ordenó a su ejército prepararse para el avance. Cada uno de sus hombres se arrodilló a su orden, besó el suelo y cogió un puñado de tierra bajo sus pies y lo puso en su boca.  Con este extraordinario ritual se hacía referencia al sacramento de la eucaristía y se recordaba a su vez a todos combatientes la muerte física y la salvación espiritual. “La suerte estaba echada”

 

 

Fuente: Juliet Barker, Agincourt, El arte de la estrategia

        Isaac Asimov, La formación de Francia

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